Cuentos

La Burguesa y los siete Proletarios

Por W. Jomra

Hace mucho mucho tiempo, en una república muy lejana, vivía la hija de un banquero feliz de la existencia, caminaba por las calles céntricas de esa hermosa ciudad de la naciente república, seguida de sus dos sirvientes, mal pagados, mal paridos, pero no eran personas, sólo los que la abanicaban y llevaban de un lado para otro.

Caminaba esta pequeña liberal, imbuida de las doctrinas liberales que su padre usaba para abofetear a la derrotada aristocracia ¡¡Libertad!! Gritaba, ¡¡Libertad!! Soñada, no más Estado opresor sobre los derechos, igualdad y solidaridad entre todos, fraternidad que le llamaban, ¡¡que el mercado se encargue!! Bramaba el Bancario, rechoncho, accionista de muchas nacientes fábricas, colaborador económico, como él decía, de otras tantas, un motor para un país condenado por la aristocracia a los campos, donde no hay futuro, esos mayorazgos, grandes males nos hicieron, repetía una y otra vez. Tal vez no recordaba que él tuvo la oportunidad de ser quien fue gracias a lo que heredó de su padre, un terrateniente dueño, virtualmente, de varios pueblos. Pero bueno, las cosas siempre han funcionado distinto si le favorece o no a uno, eso lo sabemos todos y algunos más.

Mientras pensaba en todo ello, y se recitaba para sí las canciones de esa gran nación a imitar, vio a unos pordioseros en la calle, se acercó a un policía y le pidió que los arrestase, estos vagos y maleantes, ¿cómo se les ocurre infestar las calles con su vagancia? ¿Por qué no trabajan? El colmo es esta gente, el colmo de los colmos, si ahora somos libres e iguales, ¡todos deben contribuir a la nación! El policía hizo su trabajo, golpeó a ese vago y empujó a su mujer, a saber de quien es el hijo que les acompaña ¿por qué no están trabajando?

Al rato, siguiendo su hermoso camino, se le acerca un pequeño señor, vendía algo, unas tonterías, pero le hizo ilusión ver ese material, de lo más curioso, hecho con sus manos, de chapas y demás porquerías, este hombre, al menos, sabía trabajar con el metal, le indicó como ir a una fábrica, le dio una tarjetita de recomendación, tal vez necesitasen a un soldador o algo, y ya que su padre, el valiente banquero que plantaba cara a los cerdos aristócratas, era uno de los dueños de esa fundición, seguro que le darían un buen puesto de trabajo en esa fábrica.

Regresó la mujercita a su casa, espléndida ella, unas sirvientes le preguntaron que qué deseaba tomar, o si necesitaba algo, una le preparó un baño ¡¡pero ella no lo había pedido!! Que gente, ya no se puede encontrar buen servicio ¿a esta gente quien le ha educado tan mal? Antes era distinto, los sirvientes de sus abuelos eran buenísimos, todos hijos de otros sirvientes, tenían la vida resuelta los pillines, siempre con trabajo seguro, mejor imposible.

Su padre entró por la puerta de uno de las salitas de estar, donde ella hacía punto, mientras que una de las sirvientas, la que no era analfabeta, le leía una novela de dos siglos antes, que hermosa es la lectura, definitivamente. Su padre se arrodilló frente a ella, mi niña musitó, y ella, complacida por el comentario, sonrió. Para luego aterrarse por lo que le acababa de decir su padre ¡se volvía a casar! Pero... Pero... Si su madre sólo llevaba diez años muerta ¿cómo le hacía esto? Eran los dos solos, ella era su princesita.

La mujer era una bruja, hija de uno que fue duque de nadie sabe qué, o algo así ¡¡una aristócrata!! ¿Cómo era posible que su padre le hiciera eso? La que sería su madrastra era una jijuna, allá donde las haya, no era posible que su padre se juntase con tamaña bruja, ¡debía tener como poco 20 años menos que su padre! Seguro que su aristocrática familia tenía muchísimas posesiones, pero ningún negocio, tierras estériles, tierras poco fértiles, tierras llenas de campesinos deseosos de no hacer nada y que no se produzca nada, mientras que los aristócratas entraban en esa vida de desenfreno y lujo que realmente, con sus ganancias reales en los nuevos tiempos en que la tierra no es sinónimo de riqueza, ¡seguro que se quería aprovechar de la fortuna de su padre!

Huir, es lo que tenía que hacer, como en esas novelas tan preciosas, huiría para mostrarle la verdad a su padre, así haría lo correcto ¿pero hacia dónde? Que importa, ahora vivían en una nueva sociedad, donde todo saldría bien, como era lo debido para un mundo gobernado por la distribución más justa posible, la del mercado. Por suerte ella conocía a la perfección el mundo liberal.

Ya en la calle, ayudado por uno de los más recientes sirvientes, por tanto, sólo fiel al dinero y no tanto a su padre, caminó sin mucho propósito, pensando en quien sería el dignado para ayudarle, recordó unos cuantos nombres, pero ahora todos están vinculados con la aristocracia ¿Cómo era posible que fuesen tan parecidos los dos grupos? Da igual, todo eso ahora daba igual.

No encontró un refugio apropiado, ¡oh no! Le ataca un grupo de maleantes, su acompañante, el joven sirviente, muere en la reyerta, protegiendo su honor ¿morirá la joven hija de ese gran banquero? Está claro que no, por supuesto que no, de una taberna cercana, un par de hombres sucios de pies a cabeza, llenos de hollín y apestando a cerveza y orujo, espantaron, a punta de golpes con unos palos y botellas, a los agresores de la mujercita, que temía por su honor y por su cartera. Ella no lo resistió, sólo le quedó desmayarse.

Se despertó ¿dónde estaba? ¿Ya había acabado tamaña pesadilla? Que dura sentía la cama... Esperen, no es su cama, apesta a mil demonios, todo está húmedo, se incorpora... ¡¡el suelo está mojado!! El techo gotea a más no poder, es una pequeñísima habitación gris, llena de literas, con un par de escupideras y un bacín, ¡está hecho un asco todo! Un señor durmiendo en una de las literas, se voltea, le mira ¡es como un pordiosero! No se preocupe señorita, no le hemos hecho nada, se desmayó anteanoche, dijo el sujeto, entre toses, pensamos que no se despertaría ya, comentó al final, sonriendo al ver que su mal agüero no se había cumplido, ¿qué? comentó estupefacta, el enfermo tumbado le comentó lo que pasó, ella fue recordando, no sabía si indignarse porque esos sujetos le hubiesen cargado por media ciudad para llevarle a ese tugurio o alegrarse de no haber perdido el honor o la vida ante esos atacantes.

Que buenos esos contentos sujetos, que seguro vivían felices en el nuevo mundo de libertades... Pero ¿por qué eran tan cochinos? Realmente no lo entendía, con toda la prosperidad del actual sistema le resultaba difícil que alguien escogiera vivir así, su padre y ella no lo hacían, eso estaba claro.

Al rato de hablar con el enfermo sujeto con pintas de pordiosero y que hablaba tosiendo, llegaron unos hombres, y dos niños, y un jovencito, seis en total, sucios, harapientos, apestando a sudor y axila, que asco, oiga, llegaban alegres y cansados, al ver a la mujercita de pie, al lado del enfermo, todos aplaudieron y se alegraron, venían de trabajar, comentaron, unas 15 horas al día trabajaban en esas épocas, que al haber más luz les obligaban a trabajar más horas que las usuales, que eran unas 11 más o menos, depende de lo que se necesitase para los días siguientes, la carga del trabajo y tal, lo de siempre, ese día estaban contentos, porque después de un mes de accidentes, era el primer día sin que nadie sufriera una desgracia, ninguna máquina explotó, ninguna cercenó el miembro de nadie, esta noche no habría viudas de parte de esa nave, que se los llevaba a todos, y claro, la humedad y tal... Mientras tanto, los dos niños, también obreros, aunque tenían un par más de descansos al día, beneficios del sistema de libertad contractual decían; pero necesitaban el dinero, entre todos con las justas ganaban para pagar el piso, sí sí, era ese piso todo lo que se podían permitir, a los niños, por lo de su descanso, les pagaban menos, entre ellos dos ganaban como medio adulto, el jovencito ganaba la mitad, decían que no era lo suficiente fuerte como para ganar más, ellos obtenían por día un jornal completo, que sumando los seis salarios, daban lo que nuestra princesita gastaba en un día en flores y chucherías, tal vez en menos cosas...

No lo podía creer, esa gente estaba hablando pestes del sistema más maravilloso del mundo, parecía buena gente, pero tenían que estar mintiendo, la fábrica en la que trabajaba era de su padre, y él no tenía esos problemas de sueldo (ella sabía que su padre no era un asalariado, pero por eso mismo, él no tenía una renta fija tan beneficiosa como la que podrían tener los asalariados, en cambio, tenía que asumir los resultados de la empresa para su propia subsistencia, era quien asumía el riesgo, por tanto, en principio, tendría que estar “peor” que los asalariados ¿o no?) ni dinero, así que algo tenía que fallar, y el mercado no podía ser la causa de la desdicha de esos hombres, tal vez no fueran buenos trabajadores, esos niños no podían ser tan productivos como los adultos... pero... Ella de pequeña nunca trabajó, por tanto, sabía leer, escribir, sabía las maravillas del mercado, pero esos niños no habían conocido nada más que el trabajo desde su más tierna infancia.

Uno de los adultos, cuando ella les comentó que el mercado no podía ser el culpable, que seguramente algún capataz estaba destruyendo el sistema, se rió, con mucha fuerza, una sonrisa de comprensión, como la de un padre ante una hija que dice una sandez a causa de la ignorancia propia de su edad, le habló de Icaria, le habló de las necesidades, le habó de la concentración de capitales y la inexistencia de la correlación entre el salario y el trabajo desempeñado, le habló de los fallos internos del sistema de mercado, le comentó como los salarios bajos eran concausa de la ralentización de la economía al impedir el acceso de la gran masa de la población, de todo el proletariado y el pequeño campesinado, de la inexistencia de la información adecuada en para el consumo adecuado, le habló de tantas cosas a las que ella no tenía respuesta, que respondían a cada uno de sus principios sobre el sistema que, por lo visto, no sólo no funcionaba, sino que era por sí mismo su peor enemigo, la concentración de capitales, las actividades productivas excluidas por su naturaleza del mercado, incluso aceptado de plano por todo lo que ella creía correcto.

Todo ello llegaba a un punto siempre, la explotación del hombre por el hombre, el bienestar económico de una minoría por la destrucción de la vida de la mayoría, el reparto de trabajos y la libertad de contratación simplemente eran una falacia, la libertad formal no es más que una manera de ocultar moralmente la explotación de todos los individuos, la destrucción completa y sin solución de sus experiencias vitales, desarrollo individual tanto para sí como para su prole, pero todo esto daba igual para los grandes propietarios, que teniéndolo todo seguirían defendiendo que una redistribución de la riqueza atentaba contra la libertad ¿pero qué importancia tiene ésta si es imposible disfrutarla? Lo mismo pasaba con la igualdad formal, se veía en cada contrato entre un empresario y un trabajador ¿eran iguales en esa negociación? ¡¡Imposible defender eso!! La necesidad siempre sería la mayor coacción para la libertad de contratación al impedir la igualdad de las partes.

El hombre que no dejaba de hablar, al que le brillaban los ojos cada vez que hablaba del sueño Icaria, ese hombre que alguna vez fue un pequeño profesor en un pueblo que se quedó sin ganados al ser sus ríos contaminados por una gran fábrica a unos pocos kilómetros, ese señor que una vez fue apresado por escribir su opinión ¿de qué sirve la libertad si no puedes comunicar tus pensamientos? ¿de qué sirve que los más grandes sí puedan comunicar su pensamiento si a los pequeños se les apresa por lo mismo? El hombre hablaba sin rabia en la voz, tal vez algo alicaído por todo lo que ha vivido, por todo lo que ha visto, por la cantidad de compañeros que ha perdido, por la gente que ha conocido y que toda la justicia que han recibido al pedir más salario es un balazo por el policía de turno en pro del orden público, el orden de los grandes, de los ricos...

Ese hombre, que moría sin ver ninguno de sus sueños cumplir, que veía como era incapaz de impedir que sus hijos trabajaran, que su mujer había fallecido en la fábrica que había contaminado las tierras de su pueblo, ese hombre que sabíade todo un poco, muy leído, mucho más que la mayoría de los hijos de los amigos de su padre, mucho más que cualquiera que ella haya conocido.

Contradicción y muerte, explotación, ESO era el mercado, eso era en lo que se quedaba todo su gran y precioso sistema, ni más, ni menos, imposible no llorar, imposible no sentirse responsable por la enfermedad del otro sujeto, imposible no ver en los cansados ojos de esos señores algo que no sea lo más maravilloso de la supervivencia humana en la propia destrucción de su mundo por unos pocos... todo se concentraba en esos pocos, imposible sentirse mal por todas las veces que mandó a sus sirvientes algo, por todas las veces que les trató como cosas y no como las personas que son, imposible no darse asco por cada vez que miró mal a un mendigo, a un desempleado. Fatal, eso era toda la existencia de los que pensaban como (antes) ella, fatal era el actuar de gente como su padre.

Pero ¿Qué podía hacer ella para ayudarles? ¿qué puede hacer cada quien para variar la situación?

 

 

 

Y este cuento, nunca terminó.

 

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